Recién publicado, «Cédula de Identidad, crónicas de Venezuela», de Doménico Chiappe, es un libro que reúne textos periodísticos desde 1995 hasta 2014, realizados por el autor como reportero en Venezuela.
Doménico Chiappe se dedica al periodismo de investigación en la revista Primicia y en el dominical Siete Días (ambos del diario El Nacional) hasta que participa en la fundación del diario Tal Cual, como coordinador de la sección económica del vespertino.
De sus crónicas periodísticas en Venezuela publica el libro Cédula de identidad. Crónicas de Venezuela, una selección y reescritura de textos publicados en prensa desde mediados de los noventa hasta 2014. Ha salido en Venezuela, bajo el sello La Guaya/Biosfera; Doménico y Biósfera a través de Julio Mazparrote han cedido a Medialab UCAB estos extractos para compartirlos con todos.
Es autor del ensayo de periodismo narrativo Tan real como la ficción. Herramientas narrativas en periodismo (Laertes, Barcelona, España, 2010), de las novelas Tiempo de encierro (Lengua de Trapo, Madrid, 2013), Entrevista a Mailer Daemon(La Fábrica, Madrid, 2007) y los libros de cuentos Los muros (Albatros, Ginebra, 2012) y Párrafos sueltos (UCM, Madrid, 2003, reed. 2011), en los que la ficción se impregna del oficio periodístico y la crónica.
Como escritor interesado en la evolución del lenguaje, ha publicado las obras de literatura multimedia Tierra de extracción(2000, remix 2007) y Hotel Minotauro (trabajo en proceso, 2013-14).
Más información: www.domenicochiappe.com
Estos son tres perfiles publicados en Cédula de Identidad
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Sacerdote
El pulso entre las dos máximas figuras del catolicismo zuliano comienza el día que la Universidad Católica Cecilio Acosta anuncia una subida de tasas que quintuplica la aportación del alumnado. Los estudiantes protestan y marchan hasta el rectorado. El rector les acusa de secuestrarle y expulsa a cinco dirigentes estudiantiles por dos semestres. Los jóvenes buscan la absolución en la autoridad máxima de la universidad, el canciller, representado por el arzobispo de la arquidiócesis de Maracaibo, Ovidio Pérez Morales.
El arzobispo intercede con una exhortación publicada en un periódico en que llama a la suspensión de las medidas. Aparece un mediador, monseñor Ocando, el más carismático de la curia marabina, presidente de la Corporación Niños Cantores del Zulia, que incluye un canal de televisión con gran influencia en la opinión pública. Ocando también es miembro del Consejo Fundacional de la universidad y convoca una reunión con el arzobispo y el rector. Hay acuerdo. Se suspenderá la pena con la condición que los estudiantes publiquen un oficio en el que pidan perdón y acepten acatar las decisiones tomadas por el rector. Los estudiantes publican el comunicado pero omiten las disculpas. Monseñor Ocando les acusa de mutilar el documento. Se les abre un segundo expediente por irrespeto al rector y violación del acta constitutiva. Son expulsados de forma definitiva de la universidad y, por ende, del sistema académico cuyo reglamento interno establece que un expulsado no puede ingresar a otra universidad.
El arzobispo Pérez Morales se mantiene firme al lado de los estudiantes y exige la renuncia del rector. Sin embargo, como canciller puede nombrar pero no despedir. La remoción debe dirimirse entre los miembros del Consejo Fundacional. Monseñor Ocando, que controla tres de los siete votos, da la espalda al arzobispo y apoya al rector, que controla otros dos. El rector sale fortalecido.
El arzobispo viaja a una cumbre eclesiástica en Brasil y, cuando regresa, revoca los poderes de monseñor Ocando como presidente ejecutivo del conglomerado de instituciones de los Niños Cantores y, además, nombra un administrador para controlar el canal de televisión que dirige. Ocando reacciona aireado y la guerra interna eclesiástica salta a los medios con declaraciones de parte y parte.
En una tregua, los sacerdotes intentan negociar. El arzobispo Pérez Morales ofrece mantenerle en la presidencia de los Niños Cantores a cambio de entregar el canal. Pero monseñor Ocando se niega y pone sobre la mesa la posibilidad de un año sabático. Días después, Pérez Morales le pide que ratifique esa propuesta por escrito. Ocando se desdice y Pérez Morales, cuando regresa de un sínodo en Roma, convoca una rueda de prensa en la que anuncia nuevas autoridades en la Corporación Niños Cantores. Defenestrado en público, Ocando se rebela. Le apoyan otros treinta y ocho sacerdotes que redactan una carta secreta y sin duplicado, con destino al Vaticano.
Acusan a Pérez Morales de déspota y de controlar a la iglesia con familiares ajenos a la curia: los administradores son sus parientes aunque sin consanguinidad. El arzobispo contraataca, siempre en público, y en una Carta Pastoral refuta las acusaciones de monseñor Ocando, quien reacciona y le llama mentiroso. Por última vez, ambos se reúnen en las oficinas del canal de televisión, el mismo día de Navidad a las cuatro de la tarde. Frente a frente, Ocando solo entrega a Pérez Morales una carta en la que le responde lo dicho en la Pastoral. No hay más diálogo.
A «la tierra del sol amada», Maracaibo, llegan los emisarios de la Santa Sede para investigar las denuncias de los curas contra la autoridad mayor del Zulia. A la acusación de expulsar de mala manera al pastor con más carisma en los predios del lago, se suma la de servir al poder político y orquestar la toma de la televisora para cambiar su línea editorial por una más complaciente con el gobierno del conservador Rafael Caldera, a quien el ahora arzobispo conoce desde tiempos universitarios. Tal afirmación se sustenta en que, nada más controlar la programación, suspendió los espacios de periodistas que investigaban irregularidades en el otorgamiento de concesiones en las minas de carbón, en las que estarían involucrados familiares de Caldera. La lucha no cesa. Mientras arzobispo y monseñor lucen sus desavenencias, dos sacerdotes romanos recién llegados se mueven con sigilo y recopilan documentos y testimonios entre los eclesiásticos.
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Banquero Bajo el sol de Tejerías aguardan de pie los niños del colegio de Los Bagres mezclados con los desempleados de Tiara. Esperan la llegada del presidente Chávez, tras la reja de entrada a Loma de Níquel, una mina con rendimiento previsto de 1,3 millones toneladas de ferroníquel al año, todas destinadas a la exportación, y reservas para treinta años. La invitación enviada por el banquero Nelson Mezerhane, anfitrión y representante venezolano de la compañía minera, asegura que el acto comenzará al mediodía.
Con elegante traje y corbata, Mezerhane mira a lontananza con la esperanza de divisar el helicóptero que traerá al mandatario. Luego declara su fe en el proyecto a la prensa. Primero lo hace bajo el sol, que ablanda un poco la gomina de su cabello; luego, en un resquicio de sombra, bajo el toldo donde se aprietan los invitados que, valga decirlo, llegaron puntuales y reúne inversionistas inmobiliarios, banqueros, militares, abogados, geólogos. Al otro lado de la reja, el pueblo raso aguarda con tres banderas nacionales, dos sombrillas y varias pancartas que sirven de tapasol.
Mezerhane desaparece de la escena media hora después.
Se refugia en su auto con aire acondicionado, al pie de la pista de aterrizaje. La espera se hace larga. A las 13:10 h, se divisa el helicóptero y, al rato, se abren las rejas para dejar pasar a los manifestantes, cerca de cien personas que, a las 14:00 h, cuando divisan la figura del Presidente, comienzan a corear el Gloria al bravo pueblo. El canto es agónico, sin fuerza, propio de gente agotada y sedienta. Ahora sí muestran las pancartas, que antes servían de sombrilla: «Queremos una escuela con sede propia, laboratorios de física y química, trabajo». Solo una mujer no agita su cartón, porque prefiere proteger con él al bebé que lleva en brazos. Chávez demora saludando, escuchando la súplica, estrechando manos. Atravesar los ciento cincuenta metros que lo separan de la cinta inaugural le lleva diecisiete minutos. Una mujer de Protocolo comenta que ya se perdió Betty, la fea.
El Presidente siembra un samán cerca de la caseta de vigilancia, pero esta especie de árbol no arraiga en este tipo de tierra por ser arcilloso y muy ácido, según comenta un geólogo de la Universidad Central que ha sido invitado a la inauguración. «Si hubiera sembrado un araguaney sí hubiera prendido», dice por lo bajo. Más tarde, durante su discurso, que comienza a las 15 h, Chávez, ajeno a las razones geológicas que matarán el arbolito, dirá que «ojalá vengamos dentro de treinta años y nos sentemos a refrescarnos bajo el samán que acabamos de sembrar». En el ambiente queda la duda de si cree que dentro de tres décadas seguirá siendo presidente. Cuarenta y cinco minutos después, cuando termina el discurso, Mezerhane bate las palmas y, junto a las demás autoridades, abandona el lugar por la parte de atrás, donde están los coches blindados que les llevarán de vuelta a la pista de aterrizaje. Y aguarda de pie a que el presidente estreche manos.
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Ministro
En la esquina de Carmelitas, Ignacio Arcaya entró por última vez a su despacho de ministro de los recién fusionados gabinetes de Interior y Justicia. El presidente Chávez había mandado que cambiara de sede, pero el ministro Arcaya había remoloneado ante los rumores de su pronta destitución. Cuando se repitió la orden de mudarse, esta vez sin dilación, Arcaya tomó su caja de tabacos traídos directamente de Cuba, prendió uno de sus San Cristóbal de La Habana y miró por última vez su rancia oficina. Mientras tanto, sus chóferes empacaron sus cosas personales. Junto a otras veinte personas que le acompañaron en la mudanza, ese mismo día irrumpió en su nuevo despacho, en el tercer piso de la esquina de Platanal del centro antiguo de Caracas.
Allí, el ministro encontró un buen lugar para sus fotografías enmarcadas. En un amplio anaquel de caoba, protegido por puertas de vidrio, colocó con mimo tres docenas de fotografías, donde abundaban los abrazos: con Ferdinand Marcos, Augusto Pinochet, Kofi Annan, Carlos Menem y dos con Fidel Castro, una reciente y la segunda de tiempos en que ambos tenían más cabello. En otra fotografía, el ministro Arcaya aparecía con todo el gabinete de gobierno, cuando estuvo como presidente encargado durante los veintidós días en que Chávez viajaba por el mundo, y otra en medio del ministro de Defensa y un exmilitar que había protagonizado una intentona golpista. En otra repisa, se exhibía, como precursor directo del Facebook, un juego completo de retratos con un perfil inédito del ministro como deportista: Ignacio Arcaya vestido con todos los implementos de un jugador profesional de polo sobre el caballo, con un florete de esgrima, en un campo de golf. Siempre erguido, con su flequillo bien colocado a pesar del ejercicio y la intemperie, con la mirada fija en la cámara. No aparecía ninguna en bañador, ni en momentos de relax. Salvo una en la que el ministro se permitía un desliz: un primer plano sin corbata, con un puro encendido, sonriente y con la huella carmín de una boca en su mejilla. El rastro atestigua que fueron dos besos.
Una vez que terminó de desempacar, Ignacio Arcaya fue destituido.