Prefacio

Siguiendo a Ferrater Mora, tenemos que Egidio Romano (Gil de Roma) nació en torno al año 1247 en la ciudad que lo apellida, ingresó en la Orden de Ermitaños mendicantes de San Agustín, estudió en París y allí mismo profesó, o sea, enseñó entre 1285 y 1295. Fue vicario general de su Orden y arzobispo de Bourges. Sus hermanos de religión lo tienen por su doctor oficial desde 1287. Doctor fundatissimus lo llama la tradición académica ligada a la Iglesia Católica. Murió en 1304.

Jacobo de Viterbo, por su parte, alumno del anterior, nació alrededor del año 1255, también profesó en la Orden de Ermitaños de San Agustín, estudió en París y allí enseñó entre 1293 y 1300, ocupando la cátedra de su maestro. Fue arzobispo de Benevento y de Nápoles. Doctor speculativus lleva por título honorífico. Falleció en 1306.

De la variada, interesante e influyente obra egidiana, Mario Di Giacomo estudia paso a paso su libro político más emblemático, De ecclesiastica potestate (Sobre la potestad de la Iglesia). Mientras que de la obra de Jacobo, se ocupa de su tratado intitulado De regimine christiano (Sobre el gobierno cristiano).

Puesta en modo argumental, la tesis principal de ambos agustinianos puede resumirse de la siguiente manera: he aquí que Dios creó el universo mundo y en él al hombre. Advertido éste de que todo le estaba permitido, excepto comer del árbol del bien y del mal (árbol del conocimiento), le faltó tiempo, inducido por la serpiente, para irse de bruces adonde no debía: comer del árbol prohibido. En ese preciso instante comenzó una catástrofe de dimensiones cósmicas -pecado original lleva por nombre- que no verá fin sino con el fin de los tiempos (ésjaton). Tenemos puesta así la primera premisa de nuestro argumento: un mundo que empieza ordenado en el bien por el Bien y que en poco tiempo la canalla humana se encarga de arrojar al desorden más aparentemente irremediable.

He dicho ´aparentemente´ adrede, pues la segunda premisa, que va de seguido, dice así: Dios quiso remediar la hecatombe disponiendo que, en un momento crucial de la Historia, su Hijo Jesucristo se hiciera hombre, el cual Hijo dispuso a su vez fundar una institución llamada Iglesia que, convenientemente articulada, anticipa en este mundo pasajero el fin de la antedicha calamidad, un fin, que visto al revés, coincide con el principio: el paraíso perdido.

Se precisa de una premisa más y menor para que el argumento, antes de llegar adonde todo argumento conduce, a su conclusión, aparezca razonablemente formulado en sus trazos más gruesos. Esa premisa menor va compuesta por las ideas de dos pensadores de nota: Aristóteles y santo Tomás de Aquino. Retengamos del primero un aspecto central de su representación de la naturaleza humana: una naturaleza (ser) que actualiza (lleva a su fin natural) de varios modos ciertas potencialidades inherentes. La actualización más acabada se realiza socialmente, políticamente. Y del segundo, rendido secuaz del primero, quedémonos con que empuja  a la idea de su maestro allí adonde no llegaría jamás ni por su lógica ni por su cuenta: a un fin sobrenatural. En corto: el hombre salido/naturalizado de Dios, y caído/desnaturalizado sin Dios, termina sobrenaturalizado en Dios. La naturaleza humana se realiza parcial y pasajeramente en este eón, plena y eternamente en el venidero eón. Después de todo eso, solo mucho después, y como corolario menor a ese aparato argumental, póngase a Egidio Romano, a Jacobo de Viterbo y ad finem al autor de la obra que prefacio.

Conviene –Di Giacomo diría oportet-  volver ahora a la segunda premisa para que el discurso de los agustinianos cobre formas y fondos precisos. La Iglesia, o pueblo de Dios, es una institución fundada por Jesucristo sobre el cimiento de una piedra humana: Pedro, su vicario, el que hace sus veces, el que tiene poder para atar y desatar, el que tiene las llaves de las puertas del Reino de Dios. Cuando se muere Pedro le sigue otro, y a este otro y así hasta hoy. Es el Papa. Es, a los efectos de esta obra, el que tiene el poder de Dios en la tierra. ¿Todo el poder de Dios? Todo el poder del que precisa para hacer su oficio sí, pero no todo el poder de Dios. ¿Y cuál es el poder que le hace falta? Veamos: puede, y debe porque oficio suyo es, enseñar la verdad; puede, y debe porque oficio suyo es, santificar a los pecadores; puede, y debe porque oficio suyo es, gobernar. ¿A quién? A todos los hombres (y a todo el hombre, esto es, alma y cuerpo) porque a todos los hombres quiere Cristo salvar y llevar al conocimiento de la verdad. De los tres oficios indicados, reparemos en el tercero: gobernar.

Todo el mundo sabe en qué consiste gobernar o ser gobernado. Se trata de una acción por medio de la cual un agente, el gobernante, dispone de (un) poder o fuerza o potencia para obligar a otro agente a hacer o dejar de hacer determinada acción. Normalmente la razón aducida por el gobernante para imponer su poder es esta: el bien. Puede ser el bien común, el de la persona, el de la patria, el del hombre… Pero, por lo que ahora cuenta, vale con reducir los bienes a dos totalizadores y totalizantes, los bienes del cuerpo y los del alma. Los primeros aseguran la vida del cuerpo individual y social, los segundos la vida eterna bienaventurada.

Va siendo hora de sintetizar todo lo anterior: según Egidio Romano y Jacobo de Viterbo, el Vicario de Cristo tiene poder para gobernar cuerpos y almas; el poder sobre los cuerpos se convierte en o es la primera espada que blande, su poder temporal o político; y su poder sobre las almas se convierte en o es la segunda espada que enarbola, su poder espiritual. En suma, el oficio de Vicario de Cristo reúne en sí el poder relativamente absoluto que Dios pone en quien lo representa para que haga cuanto debe hacer en pro de que los hombres alcancen su fin: Dios (esta es la conclusión que los agustinos defienden). De tales poderes, hay uno que el Vicario de Dios puede ceder y cede en parte, el poder sobre los cuerpos o temporal; usualmente lo hace delegándolo en los príncipes de este mundo, pero podría, según las entendederas de los agustinos, reapropiárselo a conveniencia; mas el otro, el poder espiritual, no lo cede jamás so pena de desdecirse o vaciarse conceptual y realmente  por completo.

Pues bien, Egidio Romano primero, y Jacobo de Viterbo después aportan, en la estela de Aristóteles y de Santo Tomás, las razones por las cuales y según las cuales el Vicario de Cristo dispone de los poderes de que dispone y del uso que de ellos hace, sea que dé o no dé cuentas a nadie de lo que hace y sobre todo del porqué lo hace. Algunas veces, ese poder, al modo de Dios, se revela, otras no. Cuando se revela, parece “humanizarse” en algo; cuando no lo hace -y tanto Egidio como Jacobo sostienen que hay ocasiones en que no tiene por qué hacerlo- muestra cuanto es posible mostrar la inefable potencia de Dios, que no admite parangón con ningún parámetro imaginable por o para el hombre. O si la idea anterior resulta débil por decir que revela lo inefable sin atenerse a razón alguna, esto es, a captación inteligible suponible, reconduzco la afirmación para dejarla en algo como terrible cosa es caer en las manos del Dios vivo (Heb 10, 31). Que es justamente el asunto del que trata Mario cuando hecha la tarea expositiva sobre cada pensador agustiniano, escribe a modo de cierre una Coda para cada uno (cfr. 1.9.2. para Egidio y 2.12 para Jacobo).

Las Codas se alzan, de lejos, como las páginas más logradas de una obra bien concebida, bien expuesta y bien acabada. Dos razones avalan lo dicho. La primera se relaciona con la reacción de todo Estado moderno frente a la furia desatada que caotiza la vida en sociedad, es decir, el Estado de excepción. La segunda reza con la oportunidad, rara vez echada en el olvido en casi ninguna obra reciente de Mario Di Giacomo, que le brindan los textos clásicos previamente desmenuzados para mostrar las llagas abiertas y purulentas de su sufrido y exasperante país, Venezuela. Ambos temas enlazan claramente con algunas tesis filosófico-políticas y aun teológicas de Egidio y de Jacobo. Por extraño que parezca, un Estado de excepción puede pasar hoy por una hierofanía de Dios más acabada que las ruinas de un sancta sanctorum o la vulgar aparición de una persona  -se supone que hecha a imagen y semejanza de Dios- por la calle de una ciudad cualquiera de un día cualquiera a una hora cualquiera. Claro que ese Dios es el Dios altísimo, idealísimo, esencialísimo de un filósofo europeo para el que Dios es cuando menos y todavía también un asunto profano (Ortega dixit). Quiero decir: a tal grado de especulación y por tales vías se ha ido cierta filosofía europea, que Dios se revela, ¡vade retro!, en un Estado de excepción, o más precisamente, en la filosofía de un sedicente filósofo que confunde la realidad con sus elucubraciones. Distinto, muy distinto, de ese otro Dios que parece ir siempre, porque ni puede ni sabe ni quiere ir de otro modo que hecho unos zorros  por las calles de América Latina. Cuando esos asuntos, ambos dos, digo, caen bajo la criba de Mario en sus obras postreras le sale lo mejor que tiene de pensador, pues al menos, y por una vez (aunque ya van unas cuantas a decir verdad) lo que desentraña del pasado ilumina el presente, dota de sentido próximo a quehaceres académicos (bastante idiotizados últimamente por ratos y ratos) y políticos, y muestra que un pensamiento valiente vive de su tiempo y enfrenta a su tiempo.
Jesús Hernáez Mayoral
Profesor de Filosofía Moral
Escuela de Filosofía
UCAB